voy al mar y allí estás, cierro los ojos
y me arroba la voz del oleaje…
La tarde tiene anchas las caderas,
lleva una saya gris de pulcro raso;
¡tan alto es el alcázar donde mora!,
más alto que la hiedra de mis días,
latente como un beso inacabado,
como una oruga, como las raíces
que recorren las venas de la tierra.
Aquí todo es tiniebla y todo es luz;
saben a azul los labios de la playa,
a sal evanescente, a verde uvero;
el silencio es un pájaro de siglos
que vuela hacia el chasquido de los goznes
y se quiebra indefenso en las ventanas.
Sobre el arco desnudo de mi espalda,
danzan leves las sílfides del aire;
el sol apaga ya sus ojos flavos
y un caballo galopa hacia la espuma,
dócil bajo la brida de mi mano.
Entonces apareces de la nada
como dádiva azul de mis sentidos,
efímera alevilla caprichosa,
náyade inquieta, orífice del verbo
que esculpes con estéticos cinceles
los guijarros primarios de mis letras.
Ya tiritan los astros de la noche,
las horas se desploman y la luna
abre su enorme boca blanquecina,
se acicala de nubes y se asoma
como hostia de plata sobre el mar.
12.07.14
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